domingo, 13 de marzo de 2011

Educación en las escuelas españolas del siglo XIX

¡Hola! Os voy a introducir mi tercer trabajo de este trimestre. Hablaré de la educación en España en el siglo XIX, la que dio la educación que tuvieron nuestros abuelos y anteriores... El trabajo puede ser un poco dificil de leer, pero tened paciencia que es muy interesante.

Durante el último cuarto del siglo XIX, la industrialización, la urbanización,
la consolidación del estado y la amplia implantación de instituciones políticas
liberales y democráticas estimularon a las sociedades occidentales avanzadas
a impulsar la expansión rápida de la instrucción pública. Los estados modernizadores se arrogaron asimismo la autoridad de elegir programas de estudios,
libros de texto, y métodos pedagógicos, con el fín de poner al alcance de
todos los niños por igual los conocimientos, los valores y los comportamientos
imprescindibles para acceder a la condición de ciudadanos responsables y productivos.
La historia, especialmente la historia nacional, se distinguía como
disciplina académica y como asignatura escolar durante esta época de formación
y consolidación estatal. La historia nacional proporcionaba una justificación
del nuevo orden social, una «genealogía del presente» que explicaba los
orígenes y la misión histórica del estado nacional liberal y sus clases dirigentes.

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Mediante el cultivo de una sentimiento de historia e identidad compartidas
entre ciudadanos separados hasta aquel momento por la lengua, la etnicidad, la
religión o la lealtad regional, los sistemas políticos democratizantes pretendían
suavizar los conflictos sociales y políticos y fortalecer la identificación popular
con el estado nacional en un momento de crecientes rivalidades interestatales.
Así, el nacionalismo era en Europa una construcción cultural consciente cuyo
significado político como movimiento de masas dependía de la existencia de los
medios modernos de comunicación y socialización.

Es fácil, sin embargo, esquematizar excesivamente. De hecho, incluso en
los estados del Occidente europeo que han elaborado los modelos de las teorizaciones
recientes en torno al nacionalismo, el surgimiento de sistemas educativos
nacionales no garantizaba automáticamente la producción y la imposición
de un discurso hegemónico sobre la nación. Por el contrario, las líneas generales
de la historia y la identidad nacionales, lo mismo que el derecho de educar a
la juventud de la nación, a menudo se discutían violentamente. Los colegios privados
seguían educando a un elevado porcentaje de los hijos de los propietarios,
inculcándoles a menudo un sistema de valores contrarios a los del estado.

Además, en la medida en que las capas sociales subordinadas han tenido y
puesto en práctica la capacidad de resistir la ideología dominante o de contestarla
con una conjunto de valores culturales alternativos, la escolarización no
ha sido un instrumento invencible de hegemonía de las élites, sino un terreno
importante de lucha ideológica entre capas que se disputaban el poder político
y social.

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En el caso español, la competición institucional y la lucha ideológica impedían
la construcción de un discurso hegemónico en torno a la historia y la identidad
nacionales. El presente ensayo estudia la enseñanza de la historia durante
la Restauración, momento en que las peculiaridades de la cultura política de la
España contemporánea se fraguaron.
La incapacidad del estado liberal de articular y difundir una ideología nacionalista
convincente como contrapeso a las tensiones producidas por la modernización
económica y social, reflejó las prioridades políticas de una oligarquía
que no tenía apenas interés en forjar mecanismos políticos que abrieran
paso o integraran a nuevos grupos sociales, o en «inventar» prácticas simbólicas
y creencias que sobrepasaran sus intereses particularistas. Por el contrario, los
partidos dinásticos se desinteresaron por el sistema educativo estatal y, o bien
toleraron o bien estimularon la competitividad de un sector privado amplio e
influyente que inculcaban a sus alumnos ideas sobre la historia y la identidad
nacionales que cuestionaban las concepciones fundamentales en que el estado
liberal basaba su legitimidad. Los conflictos surgidos en esta época crucial se
originaban en visiones contrapuestas del pasado y el porvenir nacionales, y
condujo a una serie de confrontaciones políticas y culturales que culminaron en
la guerra civil de 1936-1939.

Durante el último cuarto del siglo XIX, mientras que en Francia, Alemania
e Inglaterra los sistemas educativos experimentaron una expansión y una
articulación en una relación dinámica con la democratización y una complejidad social y laboral creciente, el sistema educativo público en España se estancó
por diversas razones. A las élites terratenientes y financieras no les interesaba
especialmente una fuerza laboral escolarizada; por otra parte, la lentitud de
la modernización económica limitaba también la demanda educativa «desde
abajo». Las élites políticas de la Restauración carecían también de incentivos
políticos para establecer un sistema de enseñanza pública que fomentara la
conciencia nacional y el compromismo cívico. Por el contrario, la falta de interés
por la capacidad nacionalizadora de la enseñanza pública permitía a las élites
políticas no plantear en público sus desacuerdos respectos a los valores políticos
y culturales que se debieran implantar. La Iglesia española veía con suspicacia
toda aquella escolarización que no estuviera firmemente bajo su control, y
prefería el riesgo no demostrado de la ignorancia al ya conocido peligro de la
heterodoxia. De ahí que las propuestas de transmisión de valores liberales
hubieran chocado con los intereses clericales y desestabilizado el llamado turno
político que normalizó la alternancia de los partidos y los puso a salvo de la necesidad
de conseguir el apoyo popular. Beneficiarla ella de un sistema político
basado en las relaciones de clase tradicionales, la transacción de élites y la desmovilización
popular, a la clase política le resultaba más cómodo distanciarse de la tendencia general europea de la socialización mediante la enseñanza. La inconsecuencia diplomática de España
y su temprana desaparición como potencia imperial le permitió sin mayores
dificultades hacer caso omiso de los pocos políticos de izquierdas y de derechas
que insistían en la «nacionalización» de los españoles mediante un sistema de
instrucción pública ampliada y centralizada.

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Así, pese a que sobre el papel el sistema educativo español se parecía a la
altamente centralizada Université francesa, en la práctica el estado toleraba la
competición de un sector privado dinámico cada vez más dominado por las
órdenes religiosas, cuya presencia creciente indicaba una renovada insistencia
en la recuperación de la hegemonía católica perdida durante la revolución liberal,
A la altura de 1900 un 20 por cien de los escolares primarios y más de dos
tercios de los secundarios se educaban en colegios privados, cuyos programas de estudios y personal docente no se sometían a la menor supervisión estatal y
cuyas enseñanzas a menudo subvertían sin ambigüedad alguna los valores liberales.
Aunque el estado mantenía celosamente su monopolio de examinar y
expedir títulos a nivel secundario y superior, a partir de 1881, los profundos
desacuerdos de las élites españolas respecto a los valores políticos y culturales
significaban que el estado no ejercía su potestad teórica de reglamentar y supervisar
el contenido de las asignaturas, los libros de texto, y las prácticas de
los enseñantes, ni en sus propios centros ni en los de sus competidores.
Incluso en el ambiente regeneracionista que se impuso después de 1898,
los conflictos ideológicos en el interior de la clase política socavaban los intentos
de fortalecer la instrucción en aquellas materias que pudieran haber promovido
una cultura nacional más uniforme o el consenso respecto a los valores
políticos. Los anticlericales de la izquierda liberal eliminaron la religión como
asignatura obligatoria tras el cambio de siglo; la instrucción cívica, aparte de
que carecía de lógica en un sistema político cuyo fundamento era el alejamiento
del electorado de las urnas, se veía con recelos desde la derecha católica. La
lengua y la literatura nacionales, definidas en términos exclusivamente castellanos,
suscitaban hostilidades en aquellas regiones que tenían otras tradiciones
lingüísticas y culturales.

La historia nacional era por igual discordante a menos
que se redujera a una cronología neutral de acontecimientos políticos y militares.
Además, una clase media económicamente insegura con una concepción
credencialista de la educación, rechazaba toda propuesta de extender o intensificar
la enseñanza secundaria.

La incapacidad de la monarquía parlamentaria de aprovechar el potencial
nacionalizador de la enseñanza estatal suscitaba críticas a la vez que potenciaba
las propuestas contrarias. A partir de la década de los 80, los intelectuales republicanos,
el movimiento obrero, la burguesía industrial y comercial de las
regiones catalana y vasca, y desde otra perspectiva y por razones distintas, la
derecha católica tradicionalista, compartían el convencimiento de que una reforma
educativa regeneraría a un pueblo sumido en la ignorancia y la apatía, y
lo despertaría a la necesidad del cambio político y social. Pero si los críticos reconocían que la reforma educativaconseguiría «renovar nuestra alma»'' y crear las bases de la redención
moral y material de la nación, sus puntos de vista sobre el contenido, los métodos
y los controles adecuados al proceso educativo divergían tanto como sus
recomendaciones para la regeneración nacional y la transformación política. La
derecha propugnaba el retorno a los valores católicos histórica e indisolublemente
ligados a la nación y supuestamente traicionados por el estado liberal; la
izquierda democrática insistía taxativamente en que eran precisamente aquellos
valores anacrónicos los que habían enervado a los grupos sociales más dinámicos
y entorpecido el progreso nacional hacia la prosperidad económica y la libertad
política.

En ninguna parte se ponían más claramente de manifiesto las consecuencias
de este terreno discutido que en la enseñanza de la historia nacional. Promovida
en un primer momento por los liberales como el instrumento cultural
más idóneo para legitimar el estado liberal, durante las turbulentas décadas
que siguieron a la victoria liberal sobre el carlismo en 1839, la enseñanza de la
historia perdió algo de su brillo para los moderados, cada vez más clericales y
autoritarios, y que paulatinamente reducían el número de horas dedicadas a la
historia y la geografía nacionales en los planes de estudios de los recién creados
Institutos de segunda enseñanza. Hasta 1901 en el plan obligatorio de estudios
primarios no figuraba la historia, omisión que subrayaba la concepción
limitada de «la nación» bajo el orden moderado. Los progresistas, por el contrario,
seguían valorando la aportación de los estudios históricos a la formación
de ciudadanos democráticos y patriotas, y durante el sexenio revolucionario
propusieron una expansión dramática de las asignaturas de historia. Tras la
restauración de la monarquía en 1875 se impuso la concepción moderada, y a
partir de 1880, en los seis cursos del bachillerato español solamente figuraba
uno de historia española y otro de historia «universal», planteamiento que no
cambió hasta la década de 1930, tras varios intentos infructuosos lo mismo de
ministros tradicionalistas que de progresistas de elevar la conciencia nacional
mediante el aumento de los cursos obligatorios de historia.

Además, como por lo general se hacía caso omiso de la reglamentación estatal
del contenido de asignaturas, exámenes y libros de texto, los estudiantes
de enseñanza media no se hallaban ante una interpretación uniforme de la historia
y la identidad nacionales durante los dos breves cursos en que se estudiaba
historia. Dada la centralidad de los exámenes como instrumento de control ideológico, llama la atención que el estado no ejerciera su autoridad jurídica para reglamentar el contenido
de los mismos. Pero los intentos repetidos lo mismo de los ministros neocatólicos
que de los de la izquierda liberal de imponer programas y textos oficiales
fueron derrotados por la inercia institucional y la disensión ideológica.
Así, pocos libros de textos fueron objetos del escrutinio oficial, salvo con el
propósito del ascenso profesional del autor. Puesto que el aprendizaje de memoria
del texto era la forma dominante de la instrucción, lo que un joven en
concreto aprendía del pasado de su país dependía del grado de compromiso
ideológico y profesional del profesor del Instituto en que le tocaba examinarse.
Un sondeo ministerial de los libros de texto de enseñanza media demostró que
los 58 Institutos de España utilizaban 23 textos de historia distintos. Los siete
más utilizados fueron escritos por catedráticos que representaban el abanico
entero de la opinión política, incluidas las opciones antidinásticas: entre ellos
había un krausista republicano, un demócrata radical, un católico social progresista
simpatizante con el regionalismo vasco, tres conservadores y un católico
integrista. Más de un tercio de los catedráticos de Instituto utilizaban textos
obligatorios de historia y/o de geografía cuyo autor eran ellos mismos. Muchos
de estos libros carecían integralmente de valor científico, pedagógico o
estético; en conjunto reflejaban y reforzaban la falta de una idea en común de
la nacionalidad capaz de forjar lazos de solidaridad entre la juventud española.
Como observó indignado un Director General de Instrucción Pública en una
memoria dirigida al ministro, «Por fértil que se suponga el terreno y esmerado
el cultivo, donde la abundancia es tanta, es obvio que han de hallar campo
abonado para medrar y propagarse plantas parásitas y nocivas».
Este régimen de autonomía casi total explica las dos características principales
de los textos de historia durante la Restauración: la indiferencia al lector
y la ausencia de un discurso hegemónico. Los textos ciertamente se parecían
entre sí respecto al tono y la estructura, debido a los límites que imponía el
calendario académico, el sistema de exámenes orales y las pretensiones «científicas
» de los autores, catedráticos de Instituto que escribían sus libros de texto
para impresionar a sus compañeros de las Universidades, en lugar de adecuarlos
a la curiosidad y la capacidad intelectual de jóvenes de doce años de edad.

La interpretación, si es que la había, se relegaba a las notas o a un par de breves
párrafos impresos en cuerpo menor y pegados a la narrativa principal. Un texto
ampliamente utilizado, ostentaba 1521 notas dedicadas
a citas bibliográficas, comentarios en torno a los debates historiográficos
de la época y minuciosidades históricas. Para abaratar los costes, eran pocas
las ilustraciones que interrumpían la infinidad de páginas impresas de la mayoría
de los textos.

Los convencionalismos retóricos también difuminaban las diferencias entre
los libros, que solían comenzar con una introducción en torno a las consecuencias
provechosas del estudio del pasado nacional. Se contaban entre las más
importantes el amor a la patria y el orgullo que producían sus triunfos. Por lo
que hacían acto de presencia a menudo las listas de las «aportaciones españolas
a la civilización», en especial por parte de los autores progresistas que tenían
gran interés en que España se avalara como nación moderna. Cualquiera que
fuera su orientación política, los autores de los libros de texto creían que la
historia poseía un valor terapéutico para una nación cuya autoestima había sido
minada por los estereotipos negativos urdidos por el enemigo foráneo.

Otra justificación del estudio de la historia era que se encontraba en ella la
clave de la identidad nacional de un pueblo afectado por la diversidad «racial»,
cultural y lingüística. Las invasiones, las conquistas, la dominación, la resistencia,
la lucha por la unidad ante los enemigos de fuera y de dentro habían formado
el carácter nacional, carácter que, según la afirmación insistente de los
autores, estaba históricamente determinada a la vez que era inalterable. Los
autores católicos en particular subrayaban su inmutabilidad desde los tiempos
de los «celtíberos», con el fin de insistir en inmunidad española a las innovaciones
modernas. Todos los libros de texto de la Restauración definían el carácter
nacional español en términos notablemente parecidos entre sí , en parte porque
todos plagiaban impenitentemente de la mismas fuentes. Entre las predilectas
estaba Modesto Lafuente, cuya Historia general de España en treinta y tres tomos
(publicados entre 1850 y 1867) era la «Biblia» de las clases medias españolas. Mas el propio Lafuente había saqueado a los historiadores clásicos del Siglo de Oro, en especial al P. Juan de Mariana. Por lo tanto las observaciones
de los libros de historia de la Restauración en torno al carácter nacional tenían
resonancias de los valores clericales y aristocráticos de los siglos imperiales. El
español siempre había sido «altivo, caballeresco, valiente hasta el heroísmo y
amante como ningún otro de su independencia»; se distinguía por «la viveza
de su ingenio, propia de las razas meridionales; su inagotable imaginación... y su
grandeza de alma en la desgracia...». Ciertamente había matices diferenciales
por debajo de este consenso. Los conservadores católicos insistían en la religiosidad
del español y el rechazo instintivo de todo lo procedente del extranjero.

Los progresistas, en cambio, veían el pluralismo cultural como el principal ingrediente
constitutivo de la nacionalidad española; los españoles eran «una raza
sintética capaz de adaptarse como ninguna otra, a todos los climas y a todas las
costumbres y de asimilarse todas las ideas».
Aunque se pensaba que el carácter nacional determinaba la trayectoria histórica
de la nación, los autores de los libros de texto de la Restauración rara vez
recurrían a él como mecanismo explicativo. Aunque la mayoría de ellos se acogían
al dogma historiográfico entonces imperante de que la «verdadera» historia
debía incluir no solamente la «historia externa» de la nación sino también la «historia interna». Sus narrativas eran poco más que las crónicas repetitivas
de acontecimientos políticos y militares, divididos convencionalmente en cuatro
«edades» y seleccionados según su relevancia para la consolidación del estado
español unitario bajo la dirección de la monarquía castellana. Esta estrategia
narrativa se introducía a menudo con el lugar común que definía la «nacionalidad» española en términos de tres principios fundamentales: la religión, el patriotismo y el monarquismo. Hasta los autores republicanos, al centrar sus narrativas en las actividades de los reyes
y los eclesiásticos, reconocían implícitamente el valor operante de la Iglesia y la
monarquía en la superación de las tendencias centrífugas que ponían en peligro
la unidad nacional. A modo de contraste, las descripciones escuetas de las instituciones
sociales y culturales, que no guardaban relación alguna con las tesis
generales sobre la identidad nacional española, solían imprimirse en letra menuda
al término de la narrativa política o en las notas, donde los estudiantes
que preparaban exámenes las hacían caso omiso tranquilamente.

A pesar de estas semejanzas formales y de orientación general, los libros de
texto de historia de la Restauración proporcionaban interpretaciones ampliamente
divergentes del pasado español. Por ejemplo, los autores conservadores
católicos insistían en la importancia fundamental de la Edad Antigua, en especial la época romana, cuando España fue unificada políticamente por primera
vez y asimiló la civilización clásica y cristiana de Occidente. Los progresistas, en
cambio, pasaban rápidamente por los siglos romanos y se dirigían a la historia
de la Edad Media, época «constitutiva» de la nacionalidad española, en que
«los españoles lograron sacar triunfantes su nacionalidad, su independencia, su
lenguaje y su religión...». Mientras que los católicos definían la Reconquista
principalmente como una lucha religiosa contra una herejía venida de fuera, los
progresistas tenían un conflicto entre el orgullo patriótico ante la brillantez y el
pluralismo cultural de la civilización «hispanoárabe» y la hostilidad al extranjero
que ocupaba el suelo patrio. Si lo mismo los progresistas que los católicos
veían el reino de los Reyes Católicos como «la época más brillante y gloriosa de
la historia de Castilla», aquéllos se sentían obligados a pedir perdón por la
Inquisición y la explusión de los judíos y a deplorar el autoritarismo y el fanatismo
de los Habsburgos. Los conservadores, en cambio, justificaban la Inquisición
y las guerras de religión de los Habsburgos como esfuerzos encomiables de
conservar la unidad religiosa de Europa. Los liberales de todas las tendencias
admiraban las reformas administrativas y económicas de los Borbones, mientras
que los católicos integristas fulminaban en contra del regalismo borbónico,
sobre todo la expulsión de los jesuítas.

Los textos de historia de la Restauración rara vez extendían la narrativa nacional
hasta el siglo XIX. Incluso los pocos que llegaban hasta 1808 o 1833
daban una visión sumaria de los acontecimientos políticos y militares, y una
breve mención de las Cortes de Cádiz y del deplorable «faccionalismo» que se
produjo a la vuelta de Fernando VII. Al borrar el pasado inmediato, los autores
privaban totalmente a sus lectores del conocimiento del proceso histórico mediante
el cual se había formado el estado liberal e impedían que los jóvenes
vieran el presente como la continuación del pasado. Casi ninguno de estos libros
intentaba atraer a sus jóvenes lectores a una tradición nacional en que
pudieran imaginarse como protagonistas de la historia. ¿Por qué la mayoría de
los libros de texto de la Restauración desperdiciaron la oportunidad de explicar
y celebrar el triunfo del liberalismo y de situarlo dentro de una tradición nacional
coherente?

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La respuesta se encontraba en las décadas anteriores de guerra civil y crisis
política, que no produjeron una victoria clara ni del liberalismo ni de la
democracia. La monarquía de la Restauración fue consecuencia de un pacto
cuya sobrevivencia dependía de una componenda entre élites y la
desmovilización popular. Liberal en el plano jurídico pero ni «burguesa» ni
democrática, la monarquía parlamentaria no consiguió definirse ni como
continuación del antiguo régimen ni como sucesor del mismo. Mientras los
republicanos franceses celebraban su pasado revolucionario, en España dicha
tradición estaba desprestigiada por los recientes trastornos del Sexenio guiada por los recientes trastornos del Sexenio Revolucionario de 1868-1874.

Incluso los textos liberales negaban al «pueblo» un protagonismo histórico real
más allá de la lealtad a los reyes, el aplauso a los grandes jefes militares, la resistencia
al invasor extranjero, y el ejercicio de derechos (jamás concretados) a
través de instituciones representativas. Los textos de la Restauración no explicaban
cómo se habían avalado los derechos ni sometían a examen las fuerzas
sociales y económicas que habían impulsado al «pueblo» al protagonismo.
Aquel planteamiento hubiera puesto en entredicho la idea de una nación sin
conflictos y hubiera invitado al lector a reflexionar sobre los límites de la democracia
bajo la monarquía restaurada.

Aparte de las definiciones vulgares del carácter nacional y los «principios de
la nacionalidad española» en las primeras páginas de algunos manuales, los
libros de texto de la Restauración no proporcionaban a sus jóvenes lectores una
concepción de quiénes eran «los españoles» o de cuáles habían sido los elevados
principios a cuyo servicio se había puesto la nación. Los símbolos nacionales
aceptables al estado liberal estaban todavía en proceso de «invención» y les
faltaba resonancia histórica. En la revisión de 1894, solamente uno de los libros
proporcionaba un mapa del territorio nacional; ninguno ponía la bandera. La
oportunidad de crear un «mito fundacional» para el estado liberal en torno a la
proclamación de la constitución de Cádiz de 1812 se perdió a medias al colocarla
en el marco de la Guerra de la Independencia contra Francia, el mismísimo
lugar de nacimiento del constitucionalismo. Los liberales no consiguieron
crear una réplica a la interpretación tradicionalista de la Guerra como levantamiento
popular en defensa de la monarquía y la religión y en contra de la herejía
extranjera. Por otra parte, los héroes nacionales tradicionales, como Santiago,
el Cid, o los grandes santos y místicos del siglo XVI, ejemplificaban virtudes
cada vez más anacrónicas, si es que no eran disfuncionales, en la España de
fines del siglo XIX.

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En todo caso, la mayor parte de los autores de los libros de texto eran profesores,
y en el plano profesional y político les interesaba más la historia de las
instituciones y la evolución del estado unitario que los héroes y las leyendas
nacionales. Mas sentar las bases de España como estado nacional en el terreno
jurídico no era lo mismo que transmitir el nacionalismo; es decir que la abstracción
jurídica que los liberales llamaban «la nación» e identificaban con la
monarquía parlamentaria carecía de la resonancia emocional que se asociaba al
término de patria (que los liberales tendían a conceder a la derecha católica), o
al sentimiento de democracia participatoria que connotaba el término progresista
«pueblo». Los textos tampoco señalaban a un maligno enemigo extranjero o un conjunto de principios nacionales alternativos ante los cuales los españoles
pudieran definirse como nación; pese a que los textos describían hasta la saciedad
encuentros militares con extranjeros e invasores, no dicotomizaban en términos
morales. La falta de una amenaza externa real a España disminuía este
impulso hacia la autodefinición nacional, lo mismo que el carácter transaccional
del pacto restauracionista, que eliminó la posibilidad de vilificar a los enemigos
internos del régimen liberal.

Si la nación es una «comunidad imaginada» socialmente construida que dota
de sentido y de solidaridad a sus integrantes, los textos de historia más difundidos
en los Institutos desde fines del siglo XIX en adelante no estaban a la altura
de aquella tarea. Para convencer a los jóvenes españoles de que debieran amar a
«España» lo mismo que se suponían que amaban a sus patrias chicas, los textos
de historia debían trazar paralelismos entre lo conocido y lo nuevo y evocar imágenes,
mitos y símbolos con los que sus lectores estaban familiarizados. Pero
dado que la historia del liberalismo español era la de la lucha en contra del particularismo
y de la descentralización, se hizo caso omiso de este argumento de
forma muy intencionada. De modo que el enfoque castellano de la narrativa
nacional hizo que el surgimiento del sentimiento nacional en Cataluña y en las
provincias vascas pareciera una mixtificación, si es que no era perverso. El mensaje
preponderante de los libros de texto de historia durante la Restauración era
la pasividad, la complacencia y la obediencia a la autoridad constituida. En este
sentido fiíndamental, los libros de texto reforzaban el status quo político y social.
Pero los textos no invitaban ni siquiera a la juventud de clase media a identificarse
fiíertemente con la nación ni a responsabilizarse de su destino. Bajo las condiciones
laissez-faire que predominaban a partir de 1881, ni siquiera transmitían un
mensaje uniforme acerca del significado y el rumbo del proceso histórico español.
No era nada sorprendente, por lo tanto, que quienes creían que la regeneración
nacional debía comenzar con la educación y la movilización de la juventud, se
fijaran con frecuencia en la enseñanza de la historia como uno de los aspectos
del programa que con más urgencia necesitaba reformarse.

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Aunque los republicanos reconocían la necesidad de movilizar la historia
para apoyar sus proyectos de cambio político, la longevidad histórica de las
instituciones a las que más se oponían problematizaba
la búsqueda de un pasado utilizable. Para muchos críticos de la monarquía
parlamentaria, la solución más sencilla se encontraba en el repudio al
pasado nacional, o al menos de aquellos aspectos que les resultaban difíciles de
asimilar a su concepción de la regeneración nacional. La recuperación nacional
dependía del rechazo de una historia perniciosa que había conducido a la decadencia
nacional. Así, el discurso histórico progresista durante la Restauración se
reducía a menudo en volver del revés las grandes verdades del discurso tradicionalista
y conservador, incluida su veneración de los siglos de los Habsburgos.

Las cualidades morales que desde hace tiempo se asociaban al carácter
nacional español, al someterse a examen resultaban ser vicios: el honor en el
fondo era la soberbia; la hidalguía era la adversión al trabajo útil; la religiosidad,
fanatismo; el monarquismo, servilismo; la generosidad, ostentación. Estos
vicios inspiraban todavía más desesperanza al ser comparados con las admiradas
virtudes «europeas» del amor al trabajo, la tolerancia y la sobriedad. Así,
para los republicanos, desembarazarse del peso muerto del pasado era un primer
paso hacia la «europeización» del carácter nacional.

Mas los republicanos también reconocían que al rechazar simplemente el
pasado por irrelevante o perjudicial al presente, corrían el peligro de abandonar
el campo del discurso histórico popular a la derecha católica. La recuperación
de un pasado nacional utilizable se transformó en una tarea de gran importancia
para los progresistas regeneracionistas del fin de siglo. Mediante la identificación
de un pasado alternativo que podían reconocer como el suyo propio,
intentaban buscar personajes ejemplares menospreciados y tradiciones truncas
que sugerían nuevos rumbos para la nación y restablecían los vínculos con una
Europa más progresista y cultivada que percibían allende el Pirineo. La historia,
en pocas palabras, debía ser pedagógica y terapéutica, un arma de regeneración,
no el instrumento de la nostalgia o del triunfalismo descerebrado.

En la década de los noventa, al intentar establecer una identidad española más
«moderna,» una serie de ministros de la izquierda dinástica hicieron planes de estudio que replantearon y ampliaron la enseñanza de la historia para poner en
claro lo que en común tenían España y Europa y para dirigir la atención al pasado
reciente. Pero la inestabilidad política y la oposición conservadora y clerical
dieron rápidamente al traste con las propuestas de reforma.

Una generación joven de estudiosos vio la investigación historiográfica moderna
como una suerte de vocación moral y cívica. Para un historiador joven,
Rafael Altamira, la investigación y la pedagogía eran dos caras de la misma
moneda. La tarea de la investigación historiográfica moderna era recuperar el
verdadero espíritu y los logros del pueblo español ocultados hasta aquel momento
por los mitos y la retórica vanagloriosa de la historia triunfalista. Pero si
las olvidadas tradiciones nacionales así recuperadas iban a tener consecuencias
palpables, era preciso que se las corhunicara a un pueblo que hasta entonces
ignoraba su propio pasado y, por ende, sus propias posibilidades.

Lo que el hombre de la calle sabía de la historia de su nación era más importante que lo
que sabían los estudiosos. La historia debidamente enseñada era una ciencia «formativa
» singularmente apta para formar ciudadanos activos y responsables. Al
movilizar al alumno para descubrir el pasado, el historiador/educador le transformaba
en creador, antes que en recipiente pasivo de unos conocimientos y,
por ende, en protagonista de la vida nacional.
Bajo el influjo de Altamira, la historia ocupó un lugar importante en la Institución
Libre de Enseñanza, el colegio pedagógicamente progresista fundado
en los años 70 del siglo XIX por Francisco Giner de los Ríos y otros profesores
de universidad de tendencia democrática. A diferencia de los colegios primarios
católicos y estatales, la Institución hizo que la historia fuese parte integrante de
su programa de estudios primarios, estructurándola para que creara la costumbre
de la observación directa y la ciudadanía responsable que eran el fundamento
de su proyecto educativo. Los institucionistas, que consideraban que la
instrucción libresca basada en la memorística era la fuente de la lamentable
apatía cívica que creían percibir en la nación, rechazaban el aprendizaje de
memoria y abogaban a favor de una pedagogía «activa».

En el aula y durante las excursiones a museos y monumentos, la historia de la cultura humana se
exploraba de forma «asistemática y fragmentaria» mediante un acercamiento
directo a las imágenes, los monumentos, los documentos y los objetos que rejflejaban
el espíritu de las sociedades del pasado. El propósito era comenzar «despertando la idea de que todo lo que hay se hace por todos, y de
que el verdadero sujeto de la Historia no es el héroe, sino úpueblo entero...» Del
encuentro directo con los productos de la civilización humana, especialmente el
arte y la cultura material, el niño descubriría que «la idea del proceso evolutivo
de la cultura,» «la relatividad del concepto de civilización,» y el contexto social
de la existencia individuales. La enseñanza de la historia era, por lo tanto, esencial
para la meta de la ILE de criar una nueva generación de jóvenes españoles
que constituirían la base de una nación moderna ys democrática.

A pesar de su insistencia en lo familiar y lo local, los institucionistas procuraban
inculcar a los jóvenes españoles un sentimiento de integración en una
«comunidad imaginada» que no era ni provincial ni nacional siquiera, sino que
englobaba a la humanidad entera. Así, el entusiasmo que les inspiraban la historia
de España y la cultura popular era cauto y altamente selectivo; aunque
los héroes y los mitos tradicionales podrían ser respetados como «folklore»,
resultaban problemáticos como fuente de inspiración en el presente y el porvenir.
De orientación europeísta e internacionalista, los institucionistas reprobaban
el patriotismo «quietista y voluptuoso» de los que se contentaban con descansar
sobre sus laureles de antiguo imperio mundial. El verdadero patriotismo
suponía la crítica a la vez que la reverencia al pasado, y el respeto a la innovación
junto con la conservación. Lógicamente, su indiferencia ante las identidades
y los símbolos nacionales tradicionales le abría el flanco a los ataques
desde la derecha católica, que tachaba a la Institución de «antiespañola» y nada
patriótica.

Otra limitación del influjo de la Institución era su orientación elitista. Los
métodos activos que resultaron muy eficaces con un grupo selecto de alumnos
guiados por Giner de los Ríos y sus discípulos no eran fácilmente reproducibles
en las aulas masificadas y mal equipadas donde estudiaba la mayoría de los
niños españoles. Con un trabajo excesivo y escasa remuneración, en un primer
momento los maestros rechazaron el ideario de los prosélites de la Institución,
que desdeñaron por utópico o irrelevante, y los catedráticos de Instituto, que se
concebían a sí mismos como estudiosos en lugar de enseñantes, hicieron lo
propio^s. El rechazo de los libros de texto entre los institucionistas (que Altamira
ciertamente no compartía) limitaba todavía más su influjo sobre los educadores
españoles. Sólo a la altura del cambio de siglo superaron los institucionistas
su desconfianza ante la política y ampliaron el alcance de su actividad mediante la exitosa captura de puestos clave del nuevo Ministerio de Instrucción
Pública y de las Escuelas Normales durante las etapas de gobierno liberal. A la
altura de la década de los 20 una nueva generación de maestros elaboró manuales
de enseñanza y otros materiales pedagógicos para ayudar a los maestros
a comunicar una concepción progresista de la historia de España a la juventud
de la nación.

Los educadores católicos, lo mismo que los institucionistas, valoraban la
historia por su capacidad «formativa», aunque las costumbres y las actitudes
que ellos pretendían que se inculcara estaban diametralmente opuestas a las
que valoraban sus contrincantes. Temerosos de las consecuencias corrosivas de
una visión liberal y secular de la historia de España para la unidad religiosa de
la nación y el lugar privilegiado que ocupaba la Iglesia dentro del estado español,
hicieron denodadas campañas contra la que denominaban «historia culturalista
». Los integristas católicos estaban especialmente atentos al
lugar que ocupaba la historia en la educación secundaria, donde se formaba a la
élite de la nación. Aunque la educación católica tradicional siempre había valorado
la historia de Grecia y Roma por tener cualidades que creaban carácter, a
la altura del fin de siglo los integristas católicos destacaban cada vez más el
valor «patriótico» de la historia nacional.

Para los integristas la palabra «patria» captaba mejor que otra alguna su concepto de la nación.
En los libros de texto católicos la identidad nacional se constituía como identidad contraria a la de los revolucionarios franceses «sin Dios», y de los imperialistas ingleses «que sólo
bailaban al son del dinero». Los católicos señalaban
que las virtudes inherentes al carácter nacional permitían que los españoles se blasonaran
de una «universalidad» que más que contrapesaba la falta de aptitud para el
progreso material.

Las historias de España de tendencia neocatólica eran, en muchos sentidos,
historias de una fe comunitaria en sus formas institucionalizadas, la historia de
la Iglesia en un contexto nacional. Lo mismo que las de sus contrincantes liberales,
asociaban la trinidad de «Dios, Patria y Rey» a la nacionalidad española,
pero a diferencia de aquéllos, los dos últimos términos de la tríada al primero.

Los historiadores liberales ponían la unidad religiosa al servicio de la unidad
política y territorial; para los apologistas católicos, los reyes y los estados existían
para conservar la fe. Los libros de texto católicos se llenaban de episodios
que ejemplificaban la congruencia de lo sagrado y lo profano en la historia de
España. Al insertar en los textos leyendas piadosas y mitos sin crítica alguna,
no solamente sacralizaban el pasado nacional sino que implícitamente elevaban
la tradición y la autoridad a fuentes de la verdad por encima de los hechos recogidos
con métodos científicos.

Si la mayor parte de los libros de texto de la Restauración tendía a movilizar
la historia en defensa del statu quo político, los católicos, anti-liberales, estructuraban
su versión de la historia nacional para demostrar por dónde las
cosas habían ido mal, por dónde la Iglesia y el estado se habían distanciado.

España, una nación definida por la unidad religiosa en lugar de la política,
había llegado a la cima de su autoridad política y moral en el siglo XVI, mas a
continuación había sufrido la traición de los herejes extranjeros y los falsos patriotas
que se esforzaban en enajenar a la nación de su verdadera identidad. A
consecuencia de ello, la regeneración nacional suponía una restauración, una
marcha atrás cronológica para volver a captar la esencia extraviada de la nación.
Para progesar, la nación debía regresar; para salvarse de un presente y un
porvenir ignominiosos, debía volver antes al momento en que se desvió de su
«verdadera» historia.

El texto de historia del catedrático católico militante, Félix Sánchez Casado,
ejemplifica el planteamiento integrista del pasado nacional. Que un libro tan
estridentemente antiliberal llegara a ser lectura obligatoria no solamente de los
centenares de alumnos de Sánchez Casado en el madrileño Instituto de San
Isidro sino además de los que hacían estudios en otros Institutos y escuelas
normales, subraya la timidez con que los políticos de la Restauración concebían
la tarea de la socialización política. Indudablemente, Sánchez Casado era hasta
cierto punto una anomalía entre los catedráticos, que se decantaban por lo general
hacia el liberalismo doctrinario. La historiografía integrista sin paliativos
se encontraba más frecuentemente en textos para aquellos estudiantes que no
debían presentar exámenes de Instituto, como, por ejemplo, los seminaristas,
los maestros de las Escuelas Normales, y las muchachas.

En las escuelas católicas primarias, lo mismo que en las estatales, generalmente
se hacía caso omiso de la historia nacional, salvo como repositorio de
anécdotas históricas que ejemplificaban «la intervención de la Providencia en el
mundo, las provechosas consecuencias de la virtud y los resultados perniciosos
del vicio...». A la altura del cambio de siglo, algunas de las órdenes religiosas
dedicadas a la enseñanza comenzaron a editar manuales de pedagogía para
maestros y su propia lista de textos de historia planteados a modo de catecismo,
como una secuencia de preguntas breves y respuestas que se prestaban a la
memorística. Los temas comunes de los textos de historia liberales brillaban por su ausencia en los textos de las órdenes religiosas. Los monarcas hacían acto de presencia no como agentes de la
consolidación del estado, sino como la personificación de las virtudes y vicios
cristianos y como figuras personalmente responsables de las glorias y desgracias
nacionales, tal y como éstas eran definidas por la Iglesia. Tampoco había definición
alguna de la identidad o el carácter nacionales, salvo la comunión de
creencias; por el contrario, los textos incitaban a los niños a colocar su identidad
como españoles al servicio de su identidad como católicos.

La importancia que los católicos atribuían a la memorística casaba con el
papel pasivo que ellos reservaban
a las masas españolas, actitud que por lo mismo atraía hacia sí las iras de los
educadores progresistas para los que la «educación activa» equivalía a la conciencia
cívica y la reforma democrática.
La historia nacional jugaba un papel decisivo en las Escuelas del Ave María de Manjón,
pues en ellas servía para preparar a los niños para «la vida práctica, no sólo
individual, sino colectiva y nacional». Lo mismo que las demás materias, la
historia se enseñaba mediante métodos activos en lugar de en los libros de texto.
Los niños dramatizaban la colonización de la península y los episodios ilustres
de los siglos españoles de gloria imperial y, en un ejemplo muy conocido,
jugaban a la rayuela mientras recitaban la sucesión de pueblos y dinastías dominantes.
Como no tardaron en observar los críticos progresistas, los juegos y
las obritas de teatro no eliminaban la memorística, sino que la facilitaban. Los
métodos de enseñanza activa que exigían que los niños pensaran por sí mismos
brillaban por su ausencia en las escuelas de Manjón.

Pero, aunque dada a la memorística y por muy predigerida que estuviera,
no se podía reprochar a la enseñanza manjoniana de la historia la falta de atención
a la «formación» del niño; por el contrario, la formación en el sentido
católico de la palabra era el meollo de aquella empresa. La historia, desde la
perspectiva de Manjón, era el supremo magister vitae que hacía posible que los
niños comprendieran el presente y les proporcionaba «modelos a imitar y destinos
a realizar» en el porvenir. A través de la fidelidad a la tradición nacional,
los niños llegarían a ser verdaderos patriotas. Patria era y había sido España, y
no aquello que los revolucionarios y ateos querían que fuera. Los verdaderos
patriotas jamás desearían reemplazar a la España histórica con otra basada en
los ejemplos de Francia o de Inglaterra, ni repudiarían la providencial misión
de España de defender la fe. Con la historia como guía y límite, el patriota rechazaría
decididamente a los innovadores, a los revolucionarios y a los europeizadores
cuyas promesas de una nueva España solo conducirían a la traición y a
la opresión.

Lo que distinguía a Manjón de los demás educadores integristas era su concepción
de la historia como incitación al compromiso político; la historia concebida
como nostalgia y resentimiento no bastaba. Manjón insistía en que en el
aula la instrucción no debía centrarse en la historia antigua sino en el pasado
reciente y sus enseñanzas para el presente y el porvenir. En lugar de la obediencia
pasiva que las órdenes dedicadas a la enseñanza aspiraban a inculcar, Manjón buscaba la movilización de la opinión católica—no solamente entre las élites sino también en la
«nación». Con un agudo reconocimiento de la relación entre la identidad nacional
y las percepciones del pasado nacional, Manjón argumentó eficazmente
a favor de la historia como clave de la transformación política y social en una
época caracterizada por la política de masas: «Aprendan historia los llamados a
gobernar pueblos, y aprendámosla todos, que si aquéllos la necesitan para dirigir
desde arriba, nosotros la necesitamos para dirigir desde abajo; que dirección
es, y dirección social, el ministerio de la enseñanza».

Aunque las innovaciones pedagógicas de Manjón fueron difundidas con entusiasmo
por la prensa católica e incluso fueron imitadas en unas pocas escuelas,
hasta su muerte en 1923 sus métodos servían principalmente para contrarrestar
la ofensiva pedagógica de la Institución Libre de Enseñanza. La derecha católica en el mejor de los casos sólo llegó muy paulatinamente a compartir
su idea activista de que era preciso movilizar a las masas alrededor de la enseña
católica; durante la Restauración, adoptaron una postura de lamentaciones
pasivas antes que de una contraofensiva política. Sin embargo, la concepción
integrista de la historia que tenía Manjón era típica de los colegios católicos en
general en la época de la Restauración. En las aulas de los colegios católicas se
transmitía a los niños una narrativa nacional que subvertía abiertamente la que
daba validez al estado liberal. Los textos católicos trazaban la historia de España
a partir del siglo XVIII en términos de un triste relato de traición, invasión
y servidumbre a las ideas e instituciones venidas del extranjero. Según este relato
las libertades que la Constitución liberal garantizaban eran falaces; la verdadera
libertad consistía en liberar a la nación del cautiverio de quienes la aherrojaban
y restaurar su identidad cultural y religiosa. Dado que sus colegios
educaban a un porcentaje elevado y creciente de los estudiantes españoles secundarios
y primarios, y que los maestros y profesores católicos de tendencia
integrista instruían a otros muchos en las aulas públicas y en los colegios privados,
las implicaciones políticas para un estado parlamentario liberal no eran
prometedoras.

Bajo una monarquía parlamentaria a partir de 1875, lo que aprendían los
estudiantes españoles estaban en gran parte en función de dónde y con quiénes
hacían estudios. La relativa pasividad del estado agravaba la pugna por ganarse
la lealtad de la juventud española, en especial la de clase media, mientras agudizaba
las desavenencias ideológicas que dividían a los católicos integristas y los
progresistas de tendencia secularizador. Mientras que la derecha católica definía
la identidad nacional en términos de los valores religiosos y culturales tradicionales
y deploraba que los hubiera traicionado el estado liberal, los progresistas,
que criticaban por igual el divorcio entre «nación» y «estado», pretendían
descubrir y despertar la sumergida identidad nacional liberal y democrática
como primer paso hacia la reforma política. Puesto que sus visiones encontradas
de la identidad nacional surgían de lecturas contestadas del pasado nacional,
la derecha, lo mismo que la izquierda, quiso dar forma a la enseñanza de la
historia en las escuelas. En la prolongada crisis de legitimidad que aquejaba la
vida política española tras el cambio de siglo, la batalla en torno al significado
del pasado y el método de transmisión del mismo a la juventud nacional iba a
intensificarse.

El trabajo es un poco peñazo, pero contándolo como una historia es la mejor manera de exponeros esta etapa de la educación española. Mientras que recopilaba la información para el trabajo me ha impresionado las dificultades que tenían los españoles de aquel entonces para aprender...Esto lo vi reflejado en algunas tíos-abuelos míos o en mi propia abuela, que no saben (apenas) escribir ni leer... Aunque esta educación este lejos de ellos, pero es casi la misma que la que tuvieron ellos durante la dictadura de Franco, que para eso volvió a una España tradicional del siglo XIX (historia que es muy mala xD, Aussi estaria orgullosa xD). Deberíamos estar agradecidos por la educación que tenemos...Nos vemos en el próximo trabajo.

Trabajo realizado por Pablo Manuel Meléndez Lapi 2º Bachillerato "B"

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Imagenes: Google.

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